La primera condición del lenguaje de las leyes es la claridad y la precisión. Lo ideal es que la norma presente en una ley no requiera de ningún tipo de interpretación, sino que su contenido se desprenda de la letra de una manera inequívoca, ajena a toda subjetividad. Pero ello es por lo general imposible, y sólo se da en casos muy excepcionales. Lo más común es que la norma requiera de una interpretación, que por más general que pueda parecer, siempre será casuística, pues la misma norma ante situaciones diferentes puede ser que opere de manera también diferente.
La clave de esa claridad y precisión del lenguaje de las leyes está en las palabras, en el léxico o vocabulario. También es muy importante la sintaxis, e incluso la ortografía, pero es más frecuente que sea el significado de las palabras lo que determine la necesidad de la interpretación y la haga posible.
El primer enemigo de la claridad y la precisión es la ambigüedad. Esto obliga a tener en cuenta ciertos fenómenos propios de la lengua, que si bien en determinadas circunstancias pueden ser útiles, en otras, como cuando se trata de las leyes, pueden ser muy perjudiciales.
Uno de esos fenómenos es la polisemia, la multiplicidad de significados que puede tener una misma palabra. Un ejemplo lo tenemos en la palabra «pueblo». El Diccionario de la Real Academia Española nos da del vocablo pueblo las siguientes definiciones: «Ciudad o villa. 2. Población de menor categoría. 3. Conjunto de personas de un lugar, región o país. 4. Gente común y humilde de una población. 5. País con gobierno independiente». Como se ve, pueblo puede ser muchas cosas, y si al emplearse esa palabra no lo hacemos con mucho cuidado, su uso puede ser ambiguo y prestarse a diversas interpretaciones. Por regla general el sentido con que una palabra como esa se emplea se conoce por el contexto.
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La primera condición del lenguaje de las leyes es la claridad y la precisión. Lo ideal es que la norma presente en una ley no requiera de ningún tipo de interpretación, sino que su contenido se desprenda de la letra de una manera inequívoca, ajena a toda subjetividad. Pero ello es por lo general imposible, y sólo se da en casos muy excepcionales. Lo más común es que la norma requiera de una interpretación, que por más general que pueda parecer, siempre será casuística, pues la misma norma ante situaciones diferentes puede ser que opere de manera también diferente.
La clave de esa claridad y precisión del lenguaje de las leyes está en las palabras, en el léxico o vocabulario. También es muy importante la sintaxis, e incluso la ortografía, pero es más frecuente que sea el significado de las palabras lo que determine la necesidad de la interpretación y la haga posible.
El primer enemigo de la claridad y la precisión es la ambigüedad. Esto obliga a tener en cuenta ciertos fenómenos propios de la lengua, que si bien en determinadas circunstancias pueden ser útiles, en otras, como cuando se trata de las leyes, pueden ser muy perjudiciales.
Uno de esos fenómenos es la polisemia, la multiplicidad de significados que puede tener una misma palabra. Un ejemplo lo tenemos en la palabra «pueblo». El Diccionario de la Real Academia Española nos da del vocablo pueblo las siguientes definiciones: «Ciudad o villa. 2. Población de menor categoría. 3. Conjunto de personas de un lugar, región o país. 4. Gente común y humilde de una población. 5. País con gobierno independiente». Como se ve, pueblo puede ser muchas cosas, y si al emplearse esa palabra no lo hacemos con mucho cuidado, su uso puede ser ambiguo y prestarse a diversas interpretaciones. Por regla general el sentido con que una palabra como esa se emplea se conoce por el contexto.