Esta novela obtuvo el Primer Premio en el Concurso Literario a que convocó la Compañía de Refinería de Azúcar de Viña del Mar, CRAV, en 1964. Concurrieron al torneo casi todos los novelistas chilenos consagrados y noveles.
Esta novela constituye un auténtico canto de vida y esperanza.
En un escenario sórdido, la gran ciudad, los puentes del río Mapocho, el río mismo, un grupo de niños abandonados intenta sobrevivir y hacer realidad un sueño: viajar al Norte en un bote.
Para ganarse el mísero pan cantan canciones de moda en taxibuses y micros. Esta infancia cantora, desnutrida, con vagos padres, lucha en medio de la jungla humana. La ternura y la fraterna amistad subyacen bajo una apariencia áspera, amarga.
Por su páginas fluye la vida inocente, tierna, festiva, pura, dramática, de sus protagonistas infantiles.
Vayamos donde su autor y veamos qué tiene que decirnos de ésta, su sexta novela, en un prólogo a una de sus ediciones:
"Han pasado veintitrés años desde que la Editorial Zig-Zag, en 1965, editara por vez primera Novela de Navidad. Era otro Chile. Los protagonistas de esta obra, imaginarios o reales, hoy ya deben ser hombres, padres de familia. Quiero creer que sus hijos o sus nietos alcanzaron un destino más grande.
Porque el libro habla del mundo de la infancia abandonada, y de sus luchas por sobrevivir en la Cosmópolis, cantando en las "micros" y autobuses, mendigando en las calles, durmiendo de día, a salto de mata, bajo los puentes del río Mapocho, merodeando pícaros y desesperados por bares, tabernas, restaurantes. Niños de corazón limpio, sin embargo, contaminados por un mundo de ladrones, cafiches, prostitutas, explotadores. " Rapuncel" vendiendo ramitos de violetas en "Il Bosco" a las dos de la mañana. "Juanito" ofreciendo "masticables" y "dolopironas". Sobre todo, cantando "A capella", a veces en dúos, a grito pelado.
El niño -todos los niños del mundo- nace y llora. Otros aseguran que la partera lo hace llorar golpeándolo fuertemente en el trasero para que respire, "para probar que está vivo". ¡Manerita de probar que uno está vivo! El hecho más o menos genérico, avalado por una antigua tradición, es que todos venimos al mundo y recién dados a luz ("Dado a los días", dicen los franceses), comenzamos a llorar. Tenemos el llanto adentro, como si éste fuera consubstancial al ser humano.
En cambio, aprendemos a cantar. Nos esforzamos por cantar. La madre la abuela, el colegio, los otros niños, nos enseñan el canto, desde las rimas bobas y las canciones de cuna hasta las rondas y las coplas pícaras. Desde "Los pollitos dicen" hasta "La niña María". Cantamos de niños, cuando tristes y desesperados, o en instantes de alegría. Somos niños-cantores, como avecillas que trinan, pían, gorjean. Hay una transparencia profunda en este acento, una franca y honda acentuación dela vida.
Novela de Navidad habla de esta fe. Al menos, esa fue mi intención. Nació una obscura noche de invierno cuando yo vi a uno de estos "pelusitas". Hora: tres de la mañana. Lugar: la puerta de "Il Bosco", en Alameda, frente a San Francisco. Llovía. El niño, seis o cinco años, hecho un ovillo, contra una cortina metálica, en un hueco que un perro habría despreciado, contra la cortina, lloraba suavemente. No era un niño-pordiosero. El mundo de los "giles" que daban una limosna no parecía existir para él. Se trataba de una criatura indefensa en lucha con la lluvia, el frío, la soledad. Me estremeció la imagen. Egoístamente, no hice nada. Pero me fui con esta visión.
Creo que esa noche comenzó a germinar este libro. Los niños-juglares abandonados, con vagos padres o parientes, ese "lumpen proletriat" que se agrupa, solidario, para no morir. Y la gran ciudad áspera, violenta, que parece rechazarlos. Y ellos, empeñados en que puentes, ríos, sitios eriazos, respiraderos de la calefacción, fuentes, tuberías abandonadas, sean su hogar.
Los vi en el sucio río haciendo fuegos. Flacos, ateridos, envueltos en sus perros como en frazadas y cobertores.
El duro pan de cada día se lo ganaban cantando canciones a la moda. Nada de baladitas y rondas. Conocían canciones de cuna, pero sus letras les eran tan extrañas como si llegaran de otros idiomas y países. En cambio, ese que "la mató porque lo engañaba" o el ebrio que castiga a su familia. Boleros, tangos, rock, orridos mexicanos en especial. Memorizaban de las radios, al paso. Niños sin padres ni madres, decían las canciones. Niños encarcelados. Todo era melodramático, del folletín cotidiano. El "j’attendrai" de moda en esos años, de nuevo, lo transformaron en "el ñato Andrés". Otra canción decía algo así como :¡La felicidad, já, já, já, já... ! Instintivamente encontraban aquellos que los retrataba, el diagnóstico de sus existencias.
Los niños vivían en ese subterráneo de la vida. Y eran parte de la enorme familia hispanoamericana de los humillados y ofendidos.
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Hola!!!
Esta novela obtuvo el Primer Premio en el Concurso Literario a que convocó la Compañía de Refinería de Azúcar de Viña del Mar, CRAV, en 1964. Concurrieron al torneo casi todos los novelistas chilenos consagrados y noveles.
Esta novela constituye un auténtico canto de vida y esperanza.
En un escenario sórdido, la gran ciudad, los puentes del río Mapocho, el río mismo, un grupo de niños abandonados intenta sobrevivir y hacer realidad un sueño: viajar al Norte en un bote.
Para ganarse el mísero pan cantan canciones de moda en taxibuses y micros. Esta infancia cantora, desnutrida, con vagos padres, lucha en medio de la jungla humana. La ternura y la fraterna amistad subyacen bajo una apariencia áspera, amarga.
Por su páginas fluye la vida inocente, tierna, festiva, pura, dramática, de sus protagonistas infantiles.
Vayamos donde su autor y veamos qué tiene que decirnos de ésta, su sexta novela, en un prólogo a una de sus ediciones:
"Han pasado veintitrés años desde que la Editorial Zig-Zag, en 1965, editara por vez primera Novela de Navidad. Era otro Chile. Los protagonistas de esta obra, imaginarios o reales, hoy ya deben ser hombres, padres de familia. Quiero creer que sus hijos o sus nietos alcanzaron un destino más grande.
Porque el libro habla del mundo de la infancia abandonada, y de sus luchas por sobrevivir en la Cosmópolis, cantando en las "micros" y autobuses, mendigando en las calles, durmiendo de día, a salto de mata, bajo los puentes del río Mapocho, merodeando pícaros y desesperados por bares, tabernas, restaurantes. Niños de corazón limpio, sin embargo, contaminados por un mundo de ladrones, cafiches, prostitutas, explotadores. " Rapuncel" vendiendo ramitos de violetas en "Il Bosco" a las dos de la mañana. "Juanito" ofreciendo "masticables" y "dolopironas". Sobre todo, cantando "A capella", a veces en dúos, a grito pelado.
El niño -todos los niños del mundo- nace y llora. Otros aseguran que la partera lo hace llorar golpeándolo fuertemente en el trasero para que respire, "para probar que está vivo". ¡Manerita de probar que uno está vivo! El hecho más o menos genérico, avalado por una antigua tradición, es que todos venimos al mundo y recién dados a luz ("Dado a los días", dicen los franceses), comenzamos a llorar. Tenemos el llanto adentro, como si éste fuera consubstancial al ser humano.
En cambio, aprendemos a cantar. Nos esforzamos por cantar. La madre la abuela, el colegio, los otros niños, nos enseñan el canto, desde las rimas bobas y las canciones de cuna hasta las rondas y las coplas pícaras. Desde "Los pollitos dicen" hasta "La niña María". Cantamos de niños, cuando tristes y desesperados, o en instantes de alegría. Somos niños-cantores, como avecillas que trinan, pían, gorjean. Hay una transparencia profunda en este acento, una franca y honda acentuación dela vida.
Novela de Navidad habla de esta fe. Al menos, esa fue mi intención. Nació una obscura noche de invierno cuando yo vi a uno de estos "pelusitas". Hora: tres de la mañana. Lugar: la puerta de "Il Bosco", en Alameda, frente a San Francisco. Llovía. El niño, seis o cinco años, hecho un ovillo, contra una cortina metálica, en un hueco que un perro habría despreciado, contra la cortina, lloraba suavemente. No era un niño-pordiosero. El mundo de los "giles" que daban una limosna no parecía existir para él. Se trataba de una criatura indefensa en lucha con la lluvia, el frío, la soledad. Me estremeció la imagen. Egoístamente, no hice nada. Pero me fui con esta visión.
Creo que esa noche comenzó a germinar este libro. Los niños-juglares abandonados, con vagos padres o parientes, ese "lumpen proletriat" que se agrupa, solidario, para no morir. Y la gran ciudad áspera, violenta, que parece rechazarlos. Y ellos, empeñados en que puentes, ríos, sitios eriazos, respiraderos de la calefacción, fuentes, tuberías abandonadas, sean su hogar.
Los vi en el sucio río haciendo fuegos. Flacos, ateridos, envueltos en sus perros como en frazadas y cobertores.
El duro pan de cada día se lo ganaban cantando canciones a la moda. Nada de baladitas y rondas. Conocían canciones de cuna, pero sus letras les eran tan extrañas como si llegaran de otros idiomas y países. En cambio, ese que "la mató porque lo engañaba" o el ebrio que castiga a su familia. Boleros, tangos, rock, orridos mexicanos en especial. Memorizaban de las radios, al paso. Niños sin padres ni madres, decían las canciones. Niños encarcelados. Todo era melodramático, del folletín cotidiano. El "j’attendrai" de moda en esos años, de nuevo, lo transformaron en "el ñato Andrés". Otra canción decía algo así como :¡La felicidad, já, já, já, já... ! Instintivamente encontraban aquellos que los retrataba, el diagnóstico de sus existencias.
Los niños vivían en ese subterráneo de la vida. Y eran parte de la enorme familia hispanoamericana de los humillados y ofendidos.
Me regalas una sonrisa!