En los últimos siglos, el poder político y militar estaba centralizado y concentrado en edificios emblemáticos, como los castillos, palacios, monasterios, cuarteles y fortalezas, ubicados de modo estable en un punto del espacio y, por tanto,, blanco eventual del ataque físico de sus enemigos. Para atacar aquellos centros de poder había que recorrer caminos o carreteras, o surcar mares o ríos, desplazando físicamente a los atacantes y a su armamento. Con el paso de los años, aquel mundo territorialmente extenso de viajes y de transporte se perfeccionó con las vías férreas, las autopistas y las rutas aéreas infraestructuras basilares en la era de los transportes. Pero cuando apareció Internet, que culminó el perfeccionamiento de los sistemas de telecomunicación electrónica, la concepción tradicional del espacio, de las distancias y del poder fue literalmente dinamitada. A los centros de poder físico –castillos, fortalezas- sucedió la deslocalización y el nomadismo de los centros de decisión e influencia. De modo que las redes informáticas, sistema nervioso de la sociedad de la comunicación, se convirtieron en el instrumento privilegiado al servicio de unas élites de poder nómada e inasible –por encima de las fronteras nacionales-, para ordenar transferencias de capitales, pedidos comerciales, cerrar alianzas oligopolíticas, fijar precios, etc. Esta disipación del espacio físico tuvo su mejor metáfora lúdica en la ubicuidad virtual de los espacios sintéticos planetarios de algunos parques temáticos, en los que sólo diez pasos separan un templo budista del Tíbet del Empire State Building. El otro rostro político, supuestamente ventajoso, de la sociedad cableada es el que representa el arraigado mito de la democracia informática directa y participativa en tiempo real, mediante referendos y votaciones cableadas de los teleciudadanos ante cuestiones de interés público. Pero la llamada “república electrónica” o democracia directa plebiscitaria de flujo continuo ha sido también criticada con frecuencia por eludir la mediación racional de un debate reflexivo y por prestarse a manipulaciones incontroladas, que marginan las reglas garantes del juego democrático.
En cualquier caso, la gran ágora informática, que algunos teóricos exaltan como la culminación del sueño político libertario de la expresión y comunicación universal sin trabas, como la plasmación gozosa de la “anarquía autogobernada”, tiene sus límites y sus controles. Para empezar, el FBI ha creado ya hace años su ciberpolicía, la Nacional Compute Crime Squad, que patrulla por las autopistas de la información –y no es la única--, como la policía de tráfico lo hace por las carreteras. Y en la medida en que Internet se ha convertido en el punto de encuentro del utopismo libertario y de los intereses del neoliberalismo ha dado entrada arrolladora a los intereses económicos en los que este último se sustente, para convertir a Internet en lo que Bill Gates ha llamado, con su utopismo social interesado, “la calle comercial más larga del mundo”. De manera que hemos pasado de un sistema de comunicaciones científicas aun zoco en el que ahora prevalecen en cambio las actividades mercantiles. O para decirlo más crudamente todavía, se ha transitado velozmente del modelo académico y libertario al hegemonismo comercial, del ágora social al mercado público.
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UN SISTEMA DE COMUNICACIÓN PROTEICO
En los últimos siglos, el poder político y militar estaba centralizado y concentrado en edificios emblemáticos, como los castillos, palacios, monasterios, cuarteles y fortalezas, ubicados de modo estable en un punto del espacio y, por tanto,, blanco eventual del ataque físico de sus enemigos. Para atacar aquellos centros de poder había que recorrer caminos o carreteras, o surcar mares o ríos, desplazando físicamente a los atacantes y a su armamento. Con el paso de los años, aquel mundo territorialmente extenso de viajes y de transporte se perfeccionó con las vías férreas, las autopistas y las rutas aéreas infraestructuras basilares en la era de los transportes. Pero cuando apareció Internet, que culminó el perfeccionamiento de los sistemas de telecomunicación electrónica, la concepción tradicional del espacio, de las distancias y del poder fue literalmente dinamitada. A los centros de poder físico –castillos, fortalezas- sucedió la deslocalización y el nomadismo de los centros de decisión e influencia. De modo que las redes informáticas, sistema nervioso de la sociedad de la comunicación, se convirtieron en el instrumento privilegiado al servicio de unas élites de poder nómada e inasible –por encima de las fronteras nacionales-, para ordenar transferencias de capitales, pedidos comerciales, cerrar alianzas oligopolíticas, fijar precios, etc. Esta disipación del espacio físico tuvo su mejor metáfora lúdica en la ubicuidad virtual de los espacios sintéticos planetarios de algunos parques temáticos, en los que sólo diez pasos separan un templo budista del Tíbet del Empire State Building. El otro rostro político, supuestamente ventajoso, de la sociedad cableada es el que representa el arraigado mito de la democracia informática directa y participativa en tiempo real, mediante referendos y votaciones cableadas de los teleciudadanos ante cuestiones de interés público. Pero la llamada “república electrónica” o democracia directa plebiscitaria de flujo continuo ha sido también criticada con frecuencia por eludir la mediación racional de un debate reflexivo y por prestarse a manipulaciones incontroladas, que marginan las reglas garantes del juego democrático.
En cualquier caso, la gran ágora informática, que algunos teóricos exaltan como la culminación del sueño político libertario de la expresión y comunicación universal sin trabas, como la plasmación gozosa de la “anarquía autogobernada”, tiene sus límites y sus controles. Para empezar, el FBI ha creado ya hace años su ciberpolicía, la Nacional Compute Crime Squad, que patrulla por las autopistas de la información –y no es la única--, como la policía de tráfico lo hace por las carreteras. Y en la medida en que Internet se ha convertido en el punto de encuentro del utopismo libertario y de los intereses del neoliberalismo ha dado entrada arrolladora a los intereses económicos en los que este último se sustente, para convertir a Internet en lo que Bill Gates ha llamado, con su utopismo social interesado, “la calle comercial más larga del mundo”. De manera que hemos pasado de un sistema de comunicaciones científicas aun zoco en el que ahora prevalecen en cambio las actividades mercantiles. O para decirlo más crudamente todavía, se ha transitado velozmente del modelo académico y libertario al hegemonismo comercial, del ágora social al mercado público.