Faetón entró en el resplandeciente palacio y se dirigió hacia el salón del trono. Al llegar se detuvo en el umbral, cegado por el brillo de Helios, el dios Sol, quien, vestido de púrpura, se encontraba sentado en su trono de esmeraldas. A su alrededor estaban sus ayudantes Día, Mes, Año, Centuria, Horas, Primavera, Verano, Otoño e Invierno. Acércate, hijo mío dijo Helios, el dios Sol. Faetón avanzó un paso e inclinó la cabeza, para protegerse del terrible resplandor, luego se hincó de rodillas frente al trono. ¿Qué te trae ante tu padre? Preguntó Helios con dulzura. Vengo en busca de la verdad. ¿Es cierto que soy tu hijo? Respondió Faetón. Los muchachos en la escuela se ríen de mí y me dicen que no lo soy, pero mi madre siempre me ha dicho que mi padre es el Sol. Climena tiene razón dijo Helios. La ninfa Climena tuvo un hijo mío, y ése eres tú. Para probártelo te daré lo que me pidas. Lo juro por Estigio, el río de las promesas solemnes. Padre, sólo un deseo tengo. Quiero hacer lo que tú haces cada mañana. Quiero conducir yo solo tu carro de fuego a través de los cielos para convertir así la noche en día. ¡Oh, no! Exclamó Helios ¡Eso no te lo puedo permitir! Pero me lo prometiste... ¡Hablé con demasiada temeridad! ¡Quieran los dioses dejarme retirar mi promesa! ¡Ya es demasiado tarde, padre! Respondió Faetón. ¡Sin embargo, éste es el único deseo que no puedo concederte, hijo mío! Es un viaje demasiado peligroso y ¡ni siquiera Júpiter, el más grande de los dioses, puede conducir mis caballos alados, henchidos de fuego! Podré guiarlos, oh padre, si verdaderamente soy tu hijo. ¡No, no podrás!¿Cómo podrías combatir el movimiento natural del mundo?¿Cómo luchar contra los terribles monstruos? Faetón sólo le sonreía. Sé que podré hacer lo que tú haces, padre, le respondió. El dios Sol trataba de detener el tiempo, pero ya la diosa Aurora se acercaba rauda a través del palacio, y se disponía a abrir las puertas color carmesí que darían paso a su brillo. El delgado cuerno de la Luna ya había desaparecido y las estrellas se habían esfumado. Era la hora en que el carro de fuego de Helios debía iniciar su curso diario a través del firmamento. Helios y Faetón salieron al aire fresco en donde el carro esperaba. El resplandeciente carruaje tenía ruedas de oro y radios de plata, y todas las joyas imaginables brillaban en la luz rosada del temprano amanecer. Mientras Faetón caminaba alrededor de carro de oro, admirando su belleza, su padre trataba de pensar en algo para detenerlo antes de que emprendiera tan espantoso viaje a través del firmamento. Entretanto, ya las aves llenaban con sus cantos el aire, y Faetón, saltando dentro del brillante carruaje, exclamó: ¡Ahora debo irme, padre! Los cuatro alados corceles golpeaban el suelo con los cascos y exhalaban fuego por las narices mientras dos diosas, ambas llamadas Horas, les apretaban sus tintineantes arneses. El dios Sol frotó el rostro de Faetón con un ungüento mágico para protegerlo del calor. Colocó en la cabeza del muchacho su corona de resplandecientes rayos de sol, y luego mirándolo, suspiró: Al menos escucha mi consejo. Mantente en el camino del medio. ¡No vires hacia el lado! No vayas ni muy alto ni muy bajo, porque tanto el Cielo como la Tierra necesitan la misma cantidad de calor. Si subes mucho, quemarás el Cielo, y si desciendes demasiado, quemarás la Tierra... ¡Así lo haré, padre! Gritó Faetón tomando las riendas con orgullo, mientras los caballos relinchaban y pateaban el suelo. ¡Sigue el trazo cotidiano de mis ruedas! grito Helios. ¡Economiza el látigo y mantén firmes las riendas!. ¡Así lo haré, padre!¡Así lo haré! Y cuídate de la Osa del Norte y de la sinuosa Serpiente del Cielo... Antes de que el dios Sol pudiera continuar, Faetón hizo chasquear las riendas y dijo: ¡Se llegó el momento, padre!¡Día me llama!¡Noche ya desapareció! Súbitamente los caballos arrancaron hacia el espacio infinito. ¡Detente, hijo! Gritó Helios. ¡Deja que sea yo quien le de la luz a este día! Faetón no pudo oír a su padre. Los veloces cascas de sus alados corceles ya rasgaban las nubes y éstos se remontaban cada vez más hacia el Cielo. El carro era tan liviano, que se bamboleaba para uno y otro lado como un barco arrastrado por las olas. Los caballos se asustaron y galopearon más rápidamente, hasta que se sobrepasaron la velocidad del viento Este. Faetón tiraba con fuerza de las riendas, pero no podía detenerlos. Enloquecido miraba alrededor, pero no podía ver las huellas de las ruedas, los caballos habían abandonado el camino trillado. A medida que el carruaje perdía su ruta, los rayos del sol de la corona de Faetón calentaban las constelaciones. La serpiente se sacudía de su helado letargo. La Osa Mayor, conmovida en su sueño, había comenzado a deambular por el firmamento. Cuando Faetón miró hacia abajo y se dio cuenta de la distancia que lo separaba de la Tierra, se sintió enfermo de pánico. Aterrorizado pidió la ayuda de su padre. Vociferaba ordenándoles a los caballos que se detuvieran, pero éstos proseguían en su galope sin control. A su paso continuaban dejando atrás más fieras salvajes celestiales; atrás quedaba el gigantesco Escorpión, que exudaba veneno negro mientras su curvo aguijón se estiraba hacia el carro llameante. Faetón dejó caer las riendas, y los caballos se precipitaron hacia regiones por donde nunca antes habían transitado; chocaron contra las estrellas y todos en el Cielo gritaron aterrorizados al ver cómo el carro se ladeaba fuera comenzaron a arder. Las llamas se extendieron por las cimas de las montañas y quemaron la nieve, y mancharon las nubes de negro humo. Incluso el Monte Olimpo, hogar de los dioses fue asediado por el fuego. Luego Faetón vio la Tierra abrasada en llamas. Todo ardía como calentado al rojo vivo: los desiertos, las lagunas de los bosques y las fuentes. Todos en la Tierra trataban de escapar del gran incendio; los dioses de la profundidades e incluso las ninfas en sus cavernas del fondo del mar sentían el calor abrasador. La Madre Tierra trataba de protegerse la frente mientras se estremecía casi agónica. Rodeada de llamas y dirigiéndose a Júpiter, el más grande de los dioses, gritó: ¡Lanza tu brillante rayo ahora y termina con este fuego mortal causado por Faetón! Y luego, sofocada por humo y las llamas, ya no habló más. Júpiter, que había quedado hipnotizado al ver cómo las llamas lamían el mundo, se sacudió cuando vio a la Madre Tierra cercana a la muerte. Hizo retumbar un trueno y luego, extrayendo un rayo gigantesco de su frente, lo lanzó a través del espacio. La centella golpeó el carro del sol, destrozándole ruedas y radios, el fuego extinguió el fuego, la llama la llama, los corceles saltaron libres de sus arneses, y Faetón se desplomó desde los cielos. Mientras descendía, los cabellos de Faetón ardían. Todo él en llamas, iba dejando tras de sí una estela de chispas como si fuera una estrella fugaz. Lejos de casa, más de medio mundo distante de su madre, cayó en un río. El dios del río rescató el pobre cuerpo ardiente de Faetón y lavó su rostro. Las ninfas del agua sepultaron sus despojos y escribieron sobre la tumba: Aquí yace Faetón, quien trató de igualar al Sol. Si grande fue su fracaso, igualmente grande fue su osadía. Durante un largo día lloró el Sol a su hijo. Se negó a conducir su carro, y los hombres y mujeres de la Tierra tuvieron que prender hogueras para alumbrarse y calentarse. Cuando Júpiter fue a visitar al dios Sol, lo encontró sentado en su trono de esmeraldas con la cabeza inclinada, inmóvil y apesumbrado. Entonces Júpiter ordenó a Helios levantar la cabeza y responder por que no había guiado el carro de oro. Helios maldijo entonces al dios del Cielo por habar matado a Faetón con su rayo. ¡No tuve otra alternativa! Dijo el poderoso Júpiter. La ambición del joven estuvo a punto de destruir el mundo. La Madre Tierra ardió y estuvo a punto de morir; pero ahora tiene demasiado frío, Helios. Necesita tu calor o perecerá helada. El dios Sol movió la cabeza hacia otro lado. ¡Levántate, Helios! Tronó Júpiter ¡No te culpes más por la muerte de tu hijo! ¡Tienes que cumplir con tu trabajo! ¡El mundo está esperándote! El dios Sol exhaló un profundo suspiro y luego se levantó lentamente de su trono. Temblando de pena, salió a paso lento del palacio. Los cuatro alados caballos que se le habían escapado a Faetón olfateaban el temprano aire fresco y golpeaban el temprano suelo con los cascos mientas Aurora abría las puertas color carmesí. Sollozando, Helios montó en su brillante carro de oro, y se colocó en la frente la corona de resplandecientes rayos de sol; aquélla misma que Faetón había usado. Luego, las dos diosas Horas uncieron los cuatro corceles alados con tintineantes y éstos, en cuanto el dios Sol tomó firmemente las riendas y las hizo chasquear, se lanzaron al infinito y soleado cielo azul.
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La historia de Faetón y Helios.
Faetón entró en el resplandeciente palacio y se dirigió hacia el salón del trono. Al llegar se detuvo en el umbral, cegado por el brillo de Helios, el dios Sol, quien, vestido de púrpura, se encontraba sentado en su trono de esmeraldas. A su alrededor estaban sus ayudantes Día, Mes, Año, Centuria, Horas, Primavera, Verano, Otoño e Invierno. Acércate, hijo mío dijo Helios, el dios Sol. Faetón avanzó un paso e inclinó la cabeza, para protegerse del terrible resplandor, luego se hincó de rodillas frente al trono. ¿Qué te trae ante tu padre? Preguntó Helios con dulzura. Vengo en busca de la verdad. ¿Es cierto que soy tu hijo? Respondió Faetón. Los muchachos en la escuela se ríen de mí y me dicen que no lo soy, pero mi madre siempre me ha dicho que mi padre es el Sol. Climena tiene razón dijo Helios. La ninfa Climena tuvo un hijo mío, y ése eres tú. Para probártelo te daré lo que me pidas. Lo juro por Estigio, el río de las promesas solemnes. Padre, sólo un deseo tengo. Quiero hacer lo que tú haces cada mañana. Quiero conducir yo solo tu carro de fuego a través de los cielos para convertir así la noche en día. ¡Oh, no! Exclamó Helios ¡Eso no te lo puedo permitir! Pero me lo prometiste... ¡Hablé con demasiada temeridad! ¡Quieran los dioses dejarme retirar mi promesa! ¡Ya es demasiado tarde, padre! Respondió Faetón. ¡Sin embargo, éste es el único deseo que no puedo concederte, hijo mío! Es un viaje demasiado peligroso y ¡ni siquiera Júpiter, el más grande de los dioses, puede conducir mis caballos alados, henchidos de fuego! Podré guiarlos, oh padre, si verdaderamente soy tu hijo. ¡No, no podrás!¿Cómo podrías combatir el movimiento natural del mundo?¿Cómo luchar contra los terribles monstruos? Faetón sólo le sonreía. Sé que podré hacer lo que tú haces, padre, le respondió. El dios Sol trataba de detener el tiempo, pero ya la diosa Aurora se acercaba rauda a través del palacio, y se disponía a abrir las puertas color carmesí que darían paso a su brillo. El delgado cuerno de la Luna ya había desaparecido y las estrellas se habían esfumado. Era la hora en que el carro de fuego de Helios debía iniciar su curso diario a través del firmamento. Helios y Faetón salieron al aire fresco en donde el carro esperaba. El resplandeciente carruaje tenía ruedas de oro y radios de plata, y todas las joyas imaginables brillaban en la luz rosada del temprano amanecer. Mientras Faetón caminaba alrededor de carro de oro, admirando su belleza, su padre trataba de pensar en algo para detenerlo antes de que emprendiera tan espantoso viaje a través del firmamento. Entretanto, ya las aves llenaban con sus cantos el aire, y Faetón, saltando dentro del brillante carruaje, exclamó: ¡Ahora debo irme, padre! Los cuatro alados corceles golpeaban el suelo con los cascos y exhalaban fuego por las narices mientras dos diosas, ambas llamadas Horas, les apretaban sus tintineantes arneses. El dios Sol frotó el rostro de Faetón con un ungüento mágico para protegerlo del calor. Colocó en la cabeza del muchacho su corona de resplandecientes rayos de sol, y luego mirándolo, suspiró: Al menos escucha mi consejo. Mantente en el camino del medio. ¡No vires hacia el lado! No vayas ni muy alto ni muy bajo, porque tanto el Cielo como la Tierra necesitan la misma cantidad de calor. Si subes mucho, quemarás el Cielo, y si desciendes demasiado, quemarás la Tierra... ¡Así lo haré, padre! Gritó Faetón tomando las riendas con orgullo, mientras los caballos relinchaban y pateaban el suelo. ¡Sigue el trazo cotidiano de mis ruedas! grito Helios. ¡Economiza el látigo y mantén firmes las riendas!. ¡Así lo haré, padre!¡Así lo haré! Y cuídate de la Osa del Norte y de la sinuosa Serpiente del Cielo... Antes de que el dios Sol pudiera continuar, Faetón hizo chasquear las riendas y dijo: ¡Se llegó el momento, padre!¡Día me llama!¡Noche ya desapareció! Súbitamente los caballos arrancaron hacia el espacio infinito. ¡Detente, hijo! Gritó Helios. ¡Deja que sea yo quien le de la luz a este día! Faetón no pudo oír a su padre. Los veloces cascas de sus alados corceles ya rasgaban las nubes y éstos se remontaban cada vez más hacia el Cielo. El carro era tan liviano, que se bamboleaba para uno y otro lado como un barco arrastrado por las olas. Los caballos se asustaron y galopearon más rápidamente, hasta que se sobrepasaron la velocidad del viento Este. Faetón tiraba con fuerza de las riendas, pero no podía detenerlos. Enloquecido miraba alrededor, pero no podía ver las huellas de las ruedas, los caballos habían abandonado el camino trillado. A medida que el carruaje perdía su ruta, los rayos del sol de la corona de Faetón calentaban las constelaciones. La serpiente se sacudía de su helado letargo. La Osa Mayor, conmovida en su sueño, había comenzado a deambular por el firmamento. Cuando Faetón miró hacia abajo y se dio cuenta de la distancia que lo separaba de la Tierra, se sintió enfermo de pánico. Aterrorizado pidió la ayuda de su padre. Vociferaba ordenándoles a los caballos que se detuvieran, pero éstos proseguían en su galope sin control. A su paso continuaban dejando atrás más fieras salvajes celestiales; atrás quedaba el gigantesco Escorpión, que exudaba veneno negro mientras su curvo aguijón se estiraba hacia el carro llameante. Faetón dejó caer las riendas, y los caballos se precipitaron hacia regiones por donde nunca antes habían transitado; chocaron contra las estrellas y todos en el Cielo gritaron aterrorizados al ver cómo el carro se ladeaba fuera comenzaron a arder. Las llamas se extendieron por las cimas de las montañas y quemaron la nieve, y mancharon las nubes de negro humo. Incluso el Monte Olimpo, hogar de los dioses fue asediado por el fuego. Luego Faetón vio la Tierra abrasada en llamas. Todo ardía como calentado al rojo vivo: los desiertos, las lagunas de los bosques y las fuentes. Todos en la Tierra trataban de escapar del gran incendio; los dioses de la profundidades e incluso las ninfas en sus cavernas del fondo del mar sentían el calor abrasador. La Madre Tierra trataba de protegerse la frente mientras se estremecía casi agónica. Rodeada de llamas y dirigiéndose a Júpiter, el más grande de los dioses, gritó: ¡Lanza tu brillante rayo ahora y termina con este fuego mortal causado por Faetón! Y luego, sofocada por humo y las llamas, ya no habló más. Júpiter, que había quedado hipnotizado al ver cómo las llamas lamían el mundo, se sacudió cuando vio a la Madre Tierra cercana a la muerte. Hizo retumbar un trueno y luego, extrayendo un rayo gigantesco de su frente, lo lanzó a través del espacio. La centella golpeó el carro del sol, destrozándole ruedas y radios, el fuego extinguió el fuego, la llama la llama, los corceles saltaron libres de sus arneses, y Faetón se desplomó desde los cielos. Mientras descendía, los cabellos de Faetón ardían. Todo él en llamas, iba dejando tras de sí una estela de chispas como si fuera una estrella fugaz. Lejos de casa, más de medio mundo distante de su madre, cayó en un río. El dios del río rescató el pobre cuerpo ardiente de Faetón y lavó su rostro. Las ninfas del agua sepultaron sus despojos y escribieron sobre la tumba: Aquí yace Faetón, quien trató de igualar al Sol. Si grande fue su fracaso, igualmente grande fue su osadía. Durante un largo día lloró el Sol a su hijo. Se negó a conducir su carro, y los hombres y mujeres de la Tierra tuvieron que prender hogueras para alumbrarse y calentarse. Cuando Júpiter fue a visitar al dios Sol, lo encontró sentado en su trono de esmeraldas con la cabeza inclinada, inmóvil y apesumbrado. Entonces Júpiter ordenó a Helios levantar la cabeza y responder por que no había guiado el carro de oro. Helios maldijo entonces al dios del Cielo por habar matado a Faetón con su rayo. ¡No tuve otra alternativa! Dijo el poderoso Júpiter. La ambición del joven estuvo a punto de destruir el mundo. La Madre Tierra ardió y estuvo a punto de morir; pero ahora tiene demasiado frío, Helios. Necesita tu calor o perecerá helada. El dios Sol movió la cabeza hacia otro lado. ¡Levántate, Helios! Tronó Júpiter ¡No te culpes más por la muerte de tu hijo! ¡Tienes que cumplir con tu trabajo! ¡El mundo está esperándote! El dios Sol exhaló un profundo suspiro y luego se levantó lentamente de su trono. Temblando de pena, salió a paso lento del palacio. Los cuatro alados caballos que se le habían escapado a Faetón olfateaban el temprano aire fresco y golpeaban el temprano suelo con los cascos mientas Aurora abría las puertas color carmesí. Sollozando, Helios montó en su brillante carro de oro, y se colocó en la frente la corona de resplandecientes rayos de sol; aquélla misma que Faetón había usado. Luego, las dos diosas Horas uncieron los cuatro corceles alados con tintineantes y éstos, en cuanto el dios Sol tomó firmemente las riendas y las hizo chasquear, se lanzaron al infinito y soleado cielo azul.