Sócrates (470-399 a. C.) se puede decir que fue un adelantado de su época.
Ya hemos visto que a casi todos los filósofos les pasaba lo mismo, que eran un poco como extranjeros en su casa. El caso de Sócrates fue el más extremo, pues sus paisanos se reunieron en asamblea para juzgar y condenar a muerte a este hombre honrado.
La acusación partió de dos ciudadanos, quienes dijeron de él que corrompía a los jóvenes y no creía en los dioses de la ciudad.
Sócrates fue encerrado en una cárcel a la espera del cumplimiento de la condena. Pero sus amigos lograron sobornar a los carceleros y apañaron su fuga. Sin embargo, la noche que se presentaron en el calabozo de Sócrates para proponerle el plan, éste se negó en redondo y replicó que durante toda su vida se había beneficiado de las leyes de Atenas, y que siempre había defendido que los intereses de la ciudad estaban por encima de los intereses del individuo. Ahora que esa misma ciudad y sus leyes exigían su muerte, sería un desagradecido e inconsecuente si eludiese su aplicación.
Por último, el día de la ejecución, los verdugos trajeron a Sócrates la copa con la cicuta, un veneno prácticamente indoloro. Sócrates se erigió en el centro de la reunión, pidió que sacasen a los más histéricos y consoló a todos con palabras dulces y argumentos razonables en los que, por primera y brillantísima vez, la Filosofía le arrebató a la religión el papel de prepararnos para asumir nuestra muerte con dignidad.
El principal invento de Sócrates fue la ética. La ética es el estudio filosófico de la moral. Y la moral sería el conjunto de sugerencias, consejos y normas con los que nos orientamos a la hora de decidir qué hacemos con nuestra libertad. La libertad sería la capacidad de hacer aquello que me constituye como persona en el conjunto de la sociedad de personas.
También se habla de los sofistas, que en un principio significó “maestro de sabiduría”, pero que, después de la crítica que de ellos hicieron Sócrates y, sobre todo, Platón, significa algo así como “listillo que engatusa con su verborrea fácil pero hueca”.
En primer lugar, los sofistas no se entretenían con teorías, sino que enseñaban, sobre todo, oratoria: hablar en público. En segundo lugar, los sofistas compartían el escepticismo, que es una actitud filosófica que no admite la posibilidad de un conocimiento absoluto sobre nada. Ellos afirman que nuestros sentidos y nuestra mente nos engañan con frecuencia cuando nos muestran el mundo y que la realidad es perpetuamente mudable.
Una de las costumbres de Sócrates que más irritaba a los sofistas era que se rodease de gente muy sencilla, y añade que constantemente les recordaba que lo más importante es conocerse a uno mismo, y para ello los invitaba a conversar sobre cosas humanas. Cosas todas ellas muy difíciles de averiguar para cualquiera, incluido el propio Sócrates, que insistía una y otra vez en que él sólo sabía que no sabía nada. Lo cual era un buen principio, pues nadie aprende nada sobre algo si ya se cree un prefecto conocedor de ese tema. Tan en serio se tomó lo de su ignorancia que nunca escribió ni una sola página de Filosofía, ni de nada. Los grandes discursos y los libros “profundos”, decía, habrá que dejarse los a esos que se creen tan sabios.
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Sócrates (470-399 a. C.) se puede decir que fue un adelantado de su época.
Ya hemos visto que a casi todos los filósofos les pasaba lo mismo, que eran un poco como extranjeros en su casa. El caso de Sócrates fue el más extremo, pues sus paisanos se reunieron en asamblea para juzgar y condenar a muerte a este hombre honrado.
La acusación partió de dos ciudadanos, quienes dijeron de él que corrompía a los jóvenes y no creía en los dioses de la ciudad.
Sócrates fue encerrado en una cárcel a la espera del cumplimiento de la condena. Pero sus amigos lograron sobornar a los carceleros y apañaron su fuga. Sin embargo, la noche que se presentaron en el calabozo de Sócrates para proponerle el plan, éste se negó en redondo y replicó que durante toda su vida se había beneficiado de las leyes de Atenas, y que siempre había defendido que los intereses de la ciudad estaban por encima de los intereses del individuo. Ahora que esa misma ciudad y sus leyes exigían su muerte, sería un desagradecido e inconsecuente si eludiese su aplicación.
Por último, el día de la ejecución, los verdugos trajeron a Sócrates la copa con la cicuta, un veneno prácticamente indoloro. Sócrates se erigió en el centro de la reunión, pidió que sacasen a los más histéricos y consoló a todos con palabras dulces y argumentos razonables en los que, por primera y brillantísima vez, la Filosofía le arrebató a la religión el papel de prepararnos para asumir nuestra muerte con dignidad.
El principal invento de Sócrates fue la ética. La ética es el estudio filosófico de la moral. Y la moral sería el conjunto de sugerencias, consejos y normas con los que nos orientamos a la hora de decidir qué hacemos con nuestra libertad. La libertad sería la capacidad de hacer aquello que me constituye como persona en el conjunto de la sociedad de personas.
También se habla de los sofistas, que en un principio significó “maestro de sabiduría”, pero que, después de la crítica que de ellos hicieron Sócrates y, sobre todo, Platón, significa algo así como “listillo que engatusa con su verborrea fácil pero hueca”.
En primer lugar, los sofistas no se entretenían con teorías, sino que enseñaban, sobre todo, oratoria: hablar en público. En segundo lugar, los sofistas compartían el escepticismo, que es una actitud filosófica que no admite la posibilidad de un conocimiento absoluto sobre nada. Ellos afirman que nuestros sentidos y nuestra mente nos engañan con frecuencia cuando nos muestran el mundo y que la realidad es perpetuamente mudable.
Una de las costumbres de Sócrates que más irritaba a los sofistas era que se rodease de gente muy sencilla, y añade que constantemente les recordaba que lo más importante es conocerse a uno mismo, y para ello los invitaba a conversar sobre cosas humanas. Cosas todas ellas muy difíciles de averiguar para cualquiera, incluido el propio Sócrates, que insistía una y otra vez en que él sólo sabía que no sabía nada. Lo cual era un buen principio, pues nadie aprende nada sobre algo si ya se cree un prefecto conocedor de ese tema. Tan en serio se tomó lo de su ignorancia que nunca escribió ni una sola página de Filosofía, ni de nada. Los grandes discursos y los libros “profundos”, decía, habrá que dejarse los a esos que se creen tan sabios.